En la madrugada del 27 de noviembre de 1973, los vecinos de El Arrayán, en los faldeos precordilleranos de Las Condes, escucharon el sonido del motor de un vehículo pesado subiendo por el camino El Cajón, polvorienta vía que conectaba a esa localidad con el resto de la comuna. Minutos más tarde, hacia las cuatro de la mañana, volvieron a despertarse sobresaltados, esta vez por el ruido sordo y característico de múltiples disparos. Con las primeras luces de la mañana, los cuerpos sin vida de cinco hombres jóvenes fueron encontrados por un vecino frente a la Parcela 38 del sector. Había un cartel alusivo al MIR, en el cual se indicaba que habían sido ejecutados por “traidores”.
Los respectivos protocolos de autopsia determinaron que todos murieron por múltiples impactos de bala de grueso calibre. Varios de los cuerpos presentaban lesiones distintas a las provocadas por los proyectiles, tales como “escoriaciones multiformes distribuidas en la región frontal derecha”, “múltiples traumatismos y lesiones en diferentes regiones del cuerpo, provocadas por cuerpos candentes y cuerpos contundentes”. Es decir, fueron torturados salvajemente antes de su muerte. Según el informe de la autopsia, dos de ellos, además, se encontraban amarrados.
La prensa golpista dio una cobertura sensacionalista al hallazgo de los cuerpos y legitimó la versión oficial respecto a que se trataba de una purga al interior del MIR. Sin embargo, todos los ejecutados militaban en la Juventud Socialista y, según sus familiares, intentaban asilarse en la embajada de Finlandia cuando se vieron sorprendidos por una patrulla militar que los habría detenido.
La historia de esos jóvenes se remontaba a muchos años atrás, cuando dos de ellos, Juan Carlos Merino Figueroa y Juan Domingo Arias Quezada, habían coincidido con Jorge Aravena Mardones y con otros jóvenes vecinos de Población San Joaquín, estableciendo una férrea y temprana amistad al calor de la vida cotidiana en ese tradicional sector de la comuna de San Miguel, contiguo a la Población La Victoria. Los juegos infantiles al principio, los partidos de fútbol, las fiestas y los primeros escarceos con el amor después, los unirían en una complicidad que, ya adolescentes, los llevaría a integrarse a una común militancia en la Juventud Socialista.
Ángel Arias, hermano mayor de Juan Domingo, así lo recuerda: “Jorge Aravena tenía 10 años y yo nueve cuando nos conocimos. Siempre me llamó la atención el poco interés y aún menor talento de ambos para jugar a las bolitas, al trompo o a los volantines. En cambio, y quizás de manera compensatoria, teníamos la inmensidad de la vía férrea del tren al sur, allí, a escasas cuadras de nuestros hogares. El momento culminante de nuestros juegos era correr y llegar primero al otro lado del paso sobre nivel de la calle Carlos Valdovinos, equilibrándonos sobre los rieles. De vuelta de una de aquellas jornadas nos encontramos un día frente a un afiche que hablaba sobre la Revolución Cubana y sobre un canje de prisioneros estadounidenses por tractores para los campos del primer territorio libre de América. Nos acercamos todos a leer y entre nosotros se produjo un no disimulado fervor que nadie pudo controlar. Nos volvimos riendo y comentando que Fidel Castro nos resultaba simpático y que seguro nos ganaba a todos en la carrera sobre los rieles del tren. Era el comienzo de una afinidad política que se inició así, a temprana edad”.
La efervescencia social y la movilización política de fines de los 60 coincidieron con el paso a la enseñanza secundaria de la mayoría de los amigos del barrio. Eran los estertores del Gobierno de Frei y la juventud chilena expresaba con sus marchas y tomas su repudio al alza del pan, a la intervención norteamericana en Vietnam y la seguidilla de golpes militares en Argentina, Brasil y Bolivia. Como estudiantes secundarios, las movilizaciones también rechazaban la conscripción militar en los liceos, una iniciativa que contaba con el aval de la Administración del PDC. Jorge Aravena, mientras cursaba sus estudios secundarios en el Liceo Industrial de San Miguel, participó con singular entusiasmo en esas actividades.
En la Población San Joaquín, la organización política que logró capitalizar todo ese entusiasmo adolescente fue la Juventud Socialista. En 1970, había crecido tanto que prácticamente la totalidad de los viejos amigos del barrio militaban en ella. Era los casos de Luis y Jorge Aravena; de Rosa, Brígida, Margott, Alfredo y Juan Carlos Merino; de Ángel, Leonardo y Juan Domingo Arias; de Alejandro Cid, Martín Saavedra, Uberlinda Rodríguez, Cecilia Cerna y muchos más. A la fecha del triunfo de la Unidad Popular, había cuatro núcleos (José Martí, Kim Il Sung, Che Guevara y Manuel Rodríguez) actuando en la población con más de un centenar de jóvenes que participaban activamente en las actividades sociales, culturales y deportivas que la JS impulsaba en el sector.
La intensa actividad política, lejos de disminuir, aumentó durante los mil días de la Unidad Popular. Los viejos amigos fueron poniéndose a la cabeza de tareas organizativas y de masas, y Juan Carlos Merino fue electo como secretario político del núcleo Kim Il Sung, ejerciendo además como secretario de organización de todos los núcleos de la población.
Juan Carlos Merino, junto a sus hermanos Alfredo, Brígida, Rosa y Margott, vivía en la calle Valenzuela Llanos, muy cerca de donde hoy se levanta el “Umbral de las Ausencias y de las Presencias”, que los vecinos, amigos y familiares de los desaparecidos y ejecutados de este sector levantaron en homenaje a él y a sus otros compañeros.
Durante esos tres años de la UP, uno de los principales desafíos del grupo fue enfrentar las reiteradas acciones desestabilizadoras de la oposición. Durante el paro de los camioneros en octubre de 1972, que intensificó el desabastecimiento y el mercado negro, la JAP del sector se las ingenió para asegurar la distribución de todos los productos de primera necesidad. Al tiempo que se explicaba a los vecinos las razones del problema, todos los militantes se movilizaban en la tarea de conseguir vehículos para distribuir las mercaderías.
El 11 de septiembre constituyó la más dura prueba de lealtad y compromiso a la que se enfrentó aquel puñado de jóvenes militantes. Al escuchar las primeras informaciones sobre el golpe, todos los núcleos llevaron a cabo lo que habían acordado: reunirse en la escuela básica del sector para preparar la resistencia. Cada uno asumió tareas específicas, mientras algunos trasladaban las granadas caseras y las bombas molotov que se alcanzaron a preparar, Juan Carlos Merino observaba desde la torre de agua de la escuela las maniobras de los aviones de la FACH sobre el Palacio de La Moneda.
Ángel Arias rememora que a las 15:00 horas el grupo sólo tenía informaciones imprecisas: “Se decía que los alumnos de la Facultad de Ingeniería vendrían a apoyar nuestro precario foco de resistencia; que desde el Cordón Cerrillos –muy próximo a la Población- también avanzaban grupos de trabajadores allendistas; que había que ir a la Población La Legua a apoyar a la gente que allí combatía”. Jorge Aravena, que con sus 23 años era el líder natural e indiscutido del grupo, decidió que lo más responsable era quedarse a defender la población.
Ese día, Aravena llegó temprano a la población. Desde su trabajo, en la Policía de Investigaciones, había logrado sacar una subametralladora y tres cargadores. En la población se hizo cargo de la organización de cerca de 80 combatientes, en su mayoría jóvenes y adolescentes, con escasos medios de combate. Al llegar se enfrentó con una patrulla policial que arrinconaba a un importante número de jóvenes pobladores y militantes socialistas, logrando evitar su detención. Luego de la escaramuza con carabineros, las horas transcurrieron en un ambiente tenso de intranquilidad y espera. Ángel comenta que Jorge y todos los otros tenían la convicción de que el enfrentamiento llegaría de un momento a otro.
Cerca de las 16:00 horas, un jeep del Ejército, premunido con una ametralladora Punto 30, entró velozmente a través de la calle Marinero Caro, esquivando las trincheras cavadas por los jóvenes. Jorge logró herir al soldado que iba a cargo de la poderosa arma, mientras decenas de pobladores apedreaban el vehículo militar. Durante el resto de la tarde, obedeciendo las instrucciones impartidas por Jorge, los militantes del núcleo José Martí lograron mantener a raya a los militares golpistas.
Cerca de las 20:00 horas, un grupo de soldados fue acorralado por los jóvenes combatientes, siendo conminados a entregar sus armas. Los militares lograron huir, y a eso de las 21:30, un camión de la FACH llegó con todo un contingente de efectivos. A partir de ese instante se produjo el combate: los jóvenes lanzaron una granada a un jeep militar, los golpistas incrementaron el fuego en las calles de la población. Pronto el combate se tornó dramáticamente desigual. Entre los militantes de la JS cundió la dispersión, unos se parapetaron en los jardines o detrás de los bancos de cemento de las plazas. El ruido sordo de las armas hacía difícil cualquier intento de comunicación.
En medio del desbande y fuego cruzado entre los militares y los defensores del Gobierno Popular, un piquete de soldados cercó a un grupo de combatientes, en la contigua Población La Victoria. Jorge corrió hacia ese sector y abrió fuego contra los militares, permitiendo la rápida evacuación de los jóvenes allendistas en apuros. En un momento, quedó sólo frente a cinco soldados de la FACH, siendo herido en un pie y desplomándose al suelo. Sin rendirse se enfrentó a ellos, hasta que resultó acribillado a quemarropa por los militares, recibiendo tres balas, en el pecho, una en el cuello y otra en la pierna. Sus compañeros lograron rescatar el cuerpo, y durante toda la noche del 11 al 12 de septiembre le protegieron del asedio militar.
En los días posteriores, Juan Carlos Merino y su hermano Alfredo, junto a Juan Domingo Arias, comenzaron a ser requeridos insistentemente en sus domicilios por efectivos del Regimiento Tacna. La Inteligencia del Ejército había detectado su participación en los acontecimientos del día 11 y su rol como dirigentes de la JS del sector.
La inminente represión a que se exponían llevó a que su organización los incluyera en un plan de salida del país, coordinado por Ariel Mancilla. La idea era evacuar a una treintena de militantes de la JS, dirigentes intermedios que estuvieran en riesgo o vinieran saliendo de las cárceles y de la represión. Mario Aravena, el popular Juan Samuel, era uno de los “medios pollos” –como cariñosamente los denominó Ariel– que debían salir del país. Luego de su paso por el Estadio Nacional, recinto en que estuvo detenido por más de dos meses, fue recontactado por la JS. En un punto realizado en el paradero 21 de la Gran Avenida, Ariel le informó que formaría parte de “un contingente de jóvenes que se instruirá en el exterior y que luego se reincorporará a la lucha anti dictatorial”. Aunque Ariel no llegó a decirlo, Juan Samuel sintió que la idea de sacar de Chile a esos “medios pollos” era formarlos para reemplazar a la dirección partidaria de la época, que “tarde o temprano sería capturada por la represión”, reflexiona.
En el caso específico de los jóvenes de la Población San Joaquín, el plan estaba bajo la responsabilidad de Mario Zamorano. El operativo contaría con la activa colaboración de un joven ciudadano vietnamita, Que Phung Tran, un doctor en Bioquímica y experto en Medicina Nuclear, que durante los días más álgidos de la Guerra de Vietnam había desplegado en Europa una activa campaña contra la invasión norteamericana a su país. Entusiasmado con el triunfo de Allende, llegó a trabajar a Chile, primero en el Hospital José Joaquín Aguirre y luego en el INDAP. Ahora, amparándose en un pasaporte especial de Naciones Unidas, prestaba un invaluable apoyo a los socialistas perseguidos por los militares, estableciendo contactos con embajadas y colaborando en sus asilos.
La organización también incorporó a Juan Jonás Díaz López, un estudiante de la JS, de 24 años, que era intensamente requerido en Osorno, su ciudad natal, por una supuesta infracción a la Ley de Control de Armas, y al propio Mario Zamorano, que en su condición de miembro del Comité Central debía ir a cargo del grupo.
La idea de las dirigencias socialistas era garantizar la vida de un puñado de sus dirigentes de nivel intermedio y militantes, los cuales deberían prepararse en el exterior, en la Unión Soviética y la República Democrática Alemana, para luego retornar al país a incorporarse a la lucha anti dictatorial, reemplazando a los cuadros de dirección que con toda probabilidad serían capturados.
La fallida operación de ingreso a una residencia bajo protección diplomática de la Embajada de Finlandia abortó el objetivo de lo socialistas. La dictadura militar cobró cinco nuevas y jóvenes víctimas.
Juan Carlos Merino tenía apenas 19 años y al momento del golpe de Estado se preparaba a ingresar a la Universidad de Concepción, para estudiar la carrera de Historia.
Los cabros de la JS cumplieron
El 11 de septiembre empezó normalmente, a las seis de la mañana, la hora en que mi padre se iba a trabajar, mis hermanos y hermanas al liceo o a la universidad. En esos momentos entró alguien a la casa, era un amigo nuestro, nos dijo que había golpe de Estado y que encendiéramos la radio. Mis hermanos se levantaron al tiro y se fueron a la escuela del barrio, donde se reuniría la gente de la Juventud Socialista. Con mi mamá estábamos preocupadas por mis hermanas y el papá, pero al rato aparecieron, porque no había micros y el ambiente estaba ya muy tenso.
La JS se reunió en la escuela, para ver de qué manera se podría resistir. Al rato llegaron los pacos y los disolvieron, les dijeron que se fueran a sus casas, era un oficial que los conocía de chicos. Nuestra gente se reunió entonces en una casa, pero ahí llegaron los milicos y tuvieron que salir corriendo por los techos de los vecinos.
En la casa ya sabíamos por la radio que Allende estaba muerto, y que los milicos estaban prohibiendo a través de un bando que la gente saliera de sus hogares. Carlos y Alfredo, mis hermanos, aún no llegaban a la casa, andaban en los enfrentamientos que había en la población. Se sentían balazos y los helicópteros pasaban muy bajo, rozando casi los techos, tiraban bengalas y disparaban a todo lo que se moviera. En la casa teníamos las puertas abiertas, por si llegaban mis hermanos o algún vecino o compañero necesitaba esconderse. Con mi hermana quebramos los focos de los postes, era la única manera de moverse con mayor seguridad en ese momento.
Esa noche nadie durmió: el ruido era insoportable, los disparos, los gritos, eso duró toda la noche. Por la mañana, llegaron mis hermanos y contaron que un amigo del barrio estaba muerto. Era Jorge Aravena, un amigo y vecino de toda la vida. Varios milicos le dispararon, cuando defendía a un puñado de cabros que estaban atrapados. Sus amigos tomaron el cuerpo y lo escondieron en un negocio: no querían que el cadáver lo tiraran al río Mapocho, como ya se rumoreaba que lo estaban haciendo. Toda la noche los compañeros le hicieron guardia.
Después que terminó el primer toque de queda, pudimos salir a la calle. Por todas partes se veían milicos en tenida de combate y armados hasta los dientes. Al cabo de unos días, los milicos ya habían allanado innumerables casas de los alrededores, así que decidimos deshacernos de libros, revistas y panfletos. Los tuvimos que quedar en la casa de una amiga. Después mi viejo se acordó que en el jardín, entre materiales de construcción había unas cosas como conos, que servían para hacer explosivos muy rudimentarios, que los cabros de la JS tenían allí. Con la misma amiga, y en las bolsas del pan, me fui llevando esas cuestiones hasta el Zanjón de la Aguada. Íbamos tiesas de puro nerviosas. Pasamos frente a los pacos, que por suerte no nos pararon.
Unos amigos del partido les avisaron a mis hermanos que los andaban buscando, así que ellos tenían que intentar fondearse. Deberían asilarse en alguna embajada, los dos tenían sus respectivos contactos. Juan Carlos fue vinculado a un grupo que tenía todo listo pasa entrar a la Embajada de Finlandia. A Alfredo en cambio, estaban intentando asilarlo en la legación de Austria.
Los milicos ya habían ido varias ocasiones a la casa, exigiendo que mis hermanos se presentaran en el Regimiento Tacna. Ya era octubre, y de mis hermanos sabíamos por algún llamado telefónico o por algún amigo o compañero que de repente se quedaba a alojar en nuestra casa. Por acá pasó mucha gente, también fue una forma de contribuir a la resistencia.
A principios de noviembre volvieron los milicos a la casa. Ese día me llamó Juan Carlos, me dijo que estaba bien, que sólo necesitaba un papel firmado por mi papá, para que lo autorizara para salir del país, porque todavía era menor de edad. Me dijo que su equipo tenía todo listo ya, y me preguntó por Alfredo.
Con Alfredo me junté más tarde, fuimos a chequear cómo estaba la cosa en la Embajada de Argentina. Estaba llena de milicos, no había manera de entrar. Después nos fijamos que, por atrás, había una calle chiquita, y que por allí, con suerte, se podría entrar. Nos fuimos a tomar un jugo para pensar cómo lo haría, yo le dije que sólo me iría cuando lo viera en el balcón de la Embajada. Caminamos, nos dimos un abrazo común y silvestre, y de pronto Alfredo comenzó a correr…
Esa noche me reuní con la mamá en casa de una tía, donde nos estábamos quedando por esos días. Me fui a dormir, y tuve un sueño muy extraño, que nunca he olvidado: en él veo un auto que se estaciona frente a mí, después de haber confirmado que Alfredo ya estaba adentro de la embajada de Argentina. Se abre la puerta del auto y veo a mi hermano Carlos, que me pregunta cómo está Alfredo. Le digo que bien, que ya está a salvo, y me dice que bueno, cierra la puerta y se aleja. Y yo le grito: ¡Carlos!, ¡Carlos!
Al día siguiente, gente de Investigaciones llegó a la casa, para decirnos que debíamos ir a la morgue a reconocer el cuerpo de Carlos. Nos estremeció y sorprendió ese aviso: nadie podía creer que le hubiera pasado algo, era el que estaba más seguro, el que tenía más contactos. Esa tarde fui con mi hermana Margott, y nos hicieron pasar a una sala muy fría y blanca, y llena de cadáveres, por todos lados. Nos llevan a los refrigeradores y nos empiezan a mostrar cuerpos: el primero que vimos fue Mario Zamorano, que sabíamos estaba con mi hermano. Nos asustamos y vimos el segundo, era Juan Domingo Arias. Luego vimos a Juan Díaz, el compañero que había venido del sur porque lo estaban buscando, y que se ocultó por unos días en nuestra casa. También vimos al vietnamita, es decir, a todos los amigos del partido que estaban con mi hermano. Pero no había más cuerpos, así que por un segundo pensamos que quizás Carlos se les había escapado.
De pronto, nos dicen que viene otro cuerpo, lo vemos y reconocemos su ropa. Era, sin duda, la de Carlos, venía doblada y encima del cuerpo. Estaba muerto, tenía golpes y balazos, fue terrible. Firmamos los papeles, y no pude dejar de acordarme del sueño que había tenido. Era verdad, Carlos estaba muerto. En su funeral estuvimos rodeados de milicos con metralletas.
Después supimos que los habían encontrado en El Arrayán, con las manos amarradas y un cartel y panfletos que decían “ajusticiados por traición al MIR”. Pero ellos, ellos eran socialistas…
El partido estaba interesado en que se fueran de Chile por un tiempo, y que después volvieran a reintegrarse a la resistencia. Alfredo pudo volver después de largos 13 años de exilio. En Chile tuvimos que aprender a vivir una vida “normal” sin parte de nuestra familia, sin Carlos y nuestros amigos del barrio.
Testimonio de Brígida Merino, exmilitante JS, hermana de Juan Carlos Merino