Nació el 3 de marzo de 1950, en el seno de una familia modesta afincada desde siempre en los viejos barrios de Quinta Normal.
Cursó sus estudios primarios en la Escuela Básica Nº 3, ubicada en Mapocho, para luego seguir sus estudios secundarios en el Liceo de Hombres Nº 9 (actual Liceo A 78), también de Quinta Normal, donde destacó como vicepresidente de su centro de alumnos. En ese rol, recuerdan sus ex compañeros, su énfasis estuvo puesto en las reivindicaciones estudiantiles y en una constante lucha por modificar las políticas reaccionarias y conservadoras que se implementaron en la educación chilena.
Hincha de Colo Colo, solía llevar a Sergio, su hermano menor, a disfrutar de los partidos en el Estadio Nacional, sobre todo a los clásicos cuando el elenco albo enfrentaba a la Universidad de Chile o cuando le correspondía jugar por algún campeonato más importante, como la Copa Libertadores de América.
Dirigente liceano y en la UTE
En su rol como dirigente liceano, y en las tareas culturales y sociales de su barrio, Rafael se fue acercando a la izquierda, generando en él una fuerte y prematura conciencia social, que lo llevó a definirse políticamente por el Partido Socialista, al que ingresó a mediados del año 1969. En las filas del Partido y de la Juventud, Rafael pronto comenzó a destacar por su activa participación en congresos, conferencias y actividades de masas, sobre todo en temas de carácter organizativo, que fue su sello distintivo al interior del socialismo, lo que lo llevó a protagonizar la formación de múltiples núcleos en diversos sectores de Quinta Normal.
Al finalizar su enseñanza media, en 1970, ingresa a la Universidad Técnica del Estado (UTE), matriculándose en la carrera de Pedagogía en Castellano, donde una vez más destaca como dirigente estudiantil, en su calidad de vicepresidente del centro de alumnos de Castellano (que fue presidido por el joven comunista Osiel Núñez).
Ya en esa época comenzó su carrera laboral como profesor, haciendo clases de castellano y de otra materias a los niños de la Escuela Básica “Elvira Santa Cruz” de Quinta Normal, entregando valores como la solidaridad y el respeto a sus educandos, vocación que le hizo ser muy querido por sus alumnos, apoderados y colegas de esa pequeña escuela. Su vocación pedagógica también la desplegó haciendo clases a pobladores y niños del Campamento “Che Guevara” (hoy Población Santa Anita de Lo Prado), en el sector conocido como Barrancas, clases que se hacían en destartalados buses estacionados en ese campamento, a manera de improvisadas aulas.
El 3 de octubre de 1973, a pocos días del golpe militar, Rafael -que se había negado a asilarse y a salir del país- fue detenido por efectivos militares fuertemente armados desde el domicilio de un familiar, a cuadras de su hogar. La patrulla que lo detuvo -en compañía de Gastón González, otro militante socialista intensamente buscado- la componían efectivos del Regimiento Guardia Vieja de Los Andes, unidad que asumió el control militar de la zona de Quinta Normal y de Barrancas, y que operaban desde el Internado Nacional Barros Arana y del propio parque Quinta Normal, donde instalaron sus cuarteles de campaña.
Rafael y Gastón fueron trasladados a la 12ª Comisaría de Carabineros y luego a la Casa de la Cultura de Pudahuel (Barrancas), donde coincidieron con otros cuatro militantes socialistas y uno del MIR allí detenidos (Carlos Ibarra, Exequiel Contreras, José Elías Núñez y Alberto Soto, respectivamente), los que serán asesinados el 9 de octubre en Pudahuel.
Rafael y su compañero, en tanto, son intensamente interrogados en la Casa de la Cultura de Pudahuel, para ser nuevamente trasladados en la madrugada del día 4 de Octubre a la carretera en el sector del Tunel Lo Prado.
Testimonios recibidos señalan que en este lugar fueron obligados a correr, con el objeto de simular una fuga y les dispararon, quedando ambos heridos. Efectivos de Carabineros que llegaron al lugar encontraron que sólo Rafael Madrid estaba muerto y el otro muy mal herido, trasladándolo a la Posta Tres.
Al momento de su asesinato, Rafael tenía 23 años de edad.
Bachilleres en fútbol (semblanza de Rafael Madrid)
Hubo un momento de pesado silencio, el cielo nocturno mostraba sus primeros luceros hacia el poniente, sobre el largo muro de adobe del patio del restorán del barrio, los rostros tensos esperaron tal vez con la esperanza de que esta vez perdiera. ¡Cremaschi, Atilio Cremaschi del Audaz Sportivo Italiano! Un murmullo algo rencoroso, se elevó entre parte del grupo de competidores, «¡éste le achunta siempre!. Con «S», con «S» propuso otro desafiante; ¡Leonel Sánchez de la Chile!, gritó el Lulo de la esquina.
«No, ya lo dijimos. No vale…» Si las miradas mataran hubiéramos tenido un funeral al día siguiente. Tranquilo, con esa leve ironía de quien está muy seguro de lo que sabe y secretamente muy contento de la derrota de su adversario, con una sonrisa levemente conmiserativa, el Rafa daba otra oportunidad a sus contendores: a ver…dijo, con M pero de la Selección de Chile…
Así terminaban muchos de nuestros días de pichangas después de horas de un interminable partido de fútbol muchas veces con pelota de trapo, que iba cambiando sus jugadores en la medida que estos se cansaban, o los llamaban a tomar once, o a ir a comprar al almacén de la señora Marta, o por último a comer. La noche terminaba con los últimos arrestos deportivos de la jornada y como aún a nadie lo llamaban a acostarse, comenzaba el bachillerato del fútbol en la puerta de la casa de Rafa al lado de la nuestra.
Rafa y mi hermano mayor eran los cápitos de esta prueba de sapiencia deportiva y solían ganarle a todos pero yo recuerdo especialmente a nuestro vecino, por ese aire maduro como de viejo chico que sin ninguna prepotencia, mostraba ya los atisbos de una mente rápida, un maduro equilibrio y sentido del humor bonachón raro para su edad de no más de 11 años.
Yo me sentaba en la vereda al costado del umbral de su casa con la espalda apoyada al muro color verde nilo con el Queco su hermanito chico el que había nacido con los deditos de la mano pegados y a veces por curiosidad y la ternura que me inspiraba, lo tenía de la mano y sentado en mis rodillas mientras escuchábamos el duelo enciclopedista de nuestros hermanos mayores con los otro grandes del fútbol de nuestra cuadra y sus inmediaciones.
En las tardes, cuando el sol permitía jugar a la pelota; entre las nubes de tierra que se levantaban, Rafa, mi hermano, el Nelson, Pancho del lado del almacén de don Domingo y Cañoncito, de la calle Alejandro Fierro se lucían con jugadas triunfales. Yo siempre jugué pa´l Rafa; cuando el sorteo por pisacordones ya no dejaba más estrellas deportivas, el Rafa me elegía para su equipo así que solíamos correr la misma suerte, en el triunfo y la derrota.
Más de una jornada de agosto o septiembre, esperando poder atrapar volantines cortados arriba del techo, nos sentábamos con mi hermano a caballito en la cadeneta musgosa del muro medianero de nuestra casa, muy alto y Queco corría por el patio feliz de vernos allá arriba encaramados y así podíamos conversar con el Rafa también antes de que nos dejaran salir a jugar a la calle por un nuevo día.
Si yo necesitaba unos clavos para hacerme algún juguete de palo, golpeaba la puerta de Rafa y aparecía por el pasillo transparentándose en el cristal labrado a franjas de la mampara, la silueta querida de la señora Luzmira, su mamá, cortada en múltiples estrías de diamante, siempre cariñosa, chiquita y robusta con un dulce, «¿qué querís, mijito?»
Desde dentro del pasillo muchas veces aparecía Rafa detrás de la espalda de su Mamá, ella se secaba las manos en la pintora y le restregaba el pelo oscuro y rizado con tierna camaradería y un dejo de orgullo materno por ese tranquilo y buen hijo mayor. Mientras la señora Luzmira iba a buscar el suministro solicitado ese día, Rafa me preguntaba en qué andaba y yo le exponía mi proyecto.
El siempre escuchaba con mucho respeto y su opinión era muy importante para mí como tenía que serlo la de alguien que se sabía al dedillo los nombres de todos los jugadores de fútbol de Chile y que siempre estaba al tanto de las tallas de Residencial La Pichanga; y que además intercedió junto con la señora Luzmira para que mis papás me dieran permiso para ir por primera vez en mi vida al Estadio Nacional. Todo nuestro barrio casi era del Colo-Colo, así que recuerdo una tarde de Domingo hermosa, tomar dos micros sólo para llegar al estadio y….perdimos 4 a 2 ante la Chile. Recuerdo la entereza de Rafa ante la tragedia y el interminable viaje de regreso a nuestro Quinta Normal en ese atardecer doloroso, creo que si no lloré, en gran medida, influyó la presencia de ánimo de Rafa, el hecho de que no nos echara tallas pesadas a los más chicos que ya hacíamos pucheros y el no querer defraudar su muestra de confianza en mí al considerarme digno de ir al estadio como un cabro grande. Otros derrotados fueron más sinceros y la lloraron de frentón.
Rafa estudió en el Liceo 9 por allá por el Polígono que para mí era un lugar casi mítico e inalcanzable, San Pablo abajo y donde acampaban los gitanos a los que les teníamos miedo por lo que de esos pobres nómades se contaba, lo que lo hizo aún más temible y legendario como una especie de ignota frontera prohibida a los susceptibles de secuestro. Pero Rafa, sí lo conocía e iba y volvía sólo, a salvo y eso era otro punto a su favor. Rafa era bajito, de paso rápido y enérgico que lo hacía aparecer más alto de lo que en realidad era. Tal era la energía y serena seguridad en sí mismo que vivía en él , probablemente eso lo hacía tan imperceptiblemente protector y camarada. Imitaba muy bien al Gabito Videla, el cómico personaje de Deportes la Serena de Residencial La Pichanga, uno de nuestros imperdibles programas de radio de entonces; su voz era siempre algo afónica con un muy leve gangoseo como si se fuera a resfriar. Su rostro era anchito así como los jarros chicos de cerveza, de tez morena clara y de ojos grandes y con una mirada que parecía siempre estar en la primera baldosa de la risa. Algo de un humor sardónico chispeaba en sus ojos a la menor provocación.
Cuando cumplí doce años nos cambiamos de casa. Nos fuimos a la Villa Portales, un mundo diferente y moderno a pocas cuadras de nuestro arrabalero barrio antiguo que siguió allí con su vida lenta y provinciana, impregnado con el dulce aroma del adobe y de los sacos de carbón de los almacenes de las esquinas de Alcérreca, con su atmósfera tan de tango y sus fábricas que exhalaban al atardecer hombres de mameluco azul con viandas de aluminio para el almuerzo, colgando del fierro travesaño de sus grandes y oscuras bicicletas. Barrio de calles de tierra con contadas acacias de follaje grisáceo y esa única ampolleta en el poste de la esquina frente al portón de la casa de los Negros que alumbraba pobremente el forzosamente breve alargue nocturno de nuestras pichangas eternas y recurrentes.
Ya no volvimos a ir con Rafa y los amigos mayores a mirar los afiches al cine Maipo de 4 películas el domingo y al Alhambra, de sólo dos, más decente y con confitería, que estaba al frente en esa movida esquina de San Pablo con Robles, donde al dar la luz verde el semáforo, partía tremolando roncamente el Carrito del Ferrocarril Oeste, el último tranvía de Chile en su lento viaje del Polígono hasta Matucana. Con toda la patota de chiquillos, nos trepábamos al carro por la puerta de atrás y nos íbamos colgando con todo lo posible del cuerpo al aire hasta donde pudiéramos llegar antes de que viniera el inspector a intentar echarnos abajo a cachetadas. Nunca llegamos a la calle Barbosa, a lo más hasta nuestra propia Alcérreca y ya no volvimos a caminar las dos cuadras desde San Pablo hacia Mapocho contándonos lo heroicos que habíamos sido o quién pudo esquivar por más tiempo al inspector antes de tener que saltar del carro a la polvorienta vereda.
En los años que siguieron veloces, nos vimos pocas veces con Rafa. Apenas, en esporádicas visitas que hice al viejo barrio. Lo recuerdo de entonces acompañándome hasta San Pablo, conversando ahora de igual a igual incluso yo ahora era más alto que él, e íntimamente saboreaba esta atención que me dispensaba el admirado viejo crack de mi barrio natal, tratándome como a un igual, conversando de temas importantes, fumándonos un cigarro solidario, por lo general compartido.
Nos despedíamos frente a la panadería «Escudo de Chile» y yo enfilaba hacia el recinto de la Armada por donde a todos los vecinos nos permitían pasar para acortar camino, frente a los bellos jardines de las casas de los oficiales, escuchando los grillos y respirando el grato aire crepuscular, llevaba conmigo aún antes de pasar sobre el rumoroso canal desde donde ya se divisaba la Villa Portales, mi nuevo mundo. La sensación tibia de esa reciente cercanía con Rafa, el amigo mayor que siempre se interesaba por saber de mis hermanos y les mandaba saludos a ellos y a mis padres. Era un viejo chico, un hombre en la adolescencia pero ya, sabio como el que más y a quien nunca había escuchado hablar mal de nadie, ni siquiera como es tan común en los niños, una burla cruel contra otro. En el fondo siempre había sido un modelo para mí; como el personaje que yo hubiera querido ser, por su trato con los demás niños, con Queco su hermano chico, con sus Padres. Siempre emanó de él un precoz y madura virilidad y una bonhomía y rectitud que no merecía duda. Cruzando la avenida Portales y entrando a la Villa Portales, el recuerdo de Rafa se quedaba allá del otro lado de la Quinta Normal, guardadito por ahí en uno de esos cajones con aroma de madera en el ropero fresco de la memoria hasta el próximo encuentro cuando me mandaran mis viejos a Alcérreca nuevamente a buscar la plata del arriendo que a veces tardaba más de lo pactado.
Pocos días después del once de Septiembre de 1973, en la esquina de Av. Portales con Chacabuco, subió Rafa a la micro en que yo viajaba. Me paré casi de un salto para saludarlo, tanta era la impresión de verlo por esos rumbos en los que nunca nos habíamos encontrado, nos dimos un gran abrazo, apretado, lleno de emoción, así me había sucedido con algunos amigos de izquierda al reencontrarlos después de esta fecha por la alegría de saberlos vivos. Sin mayores palabras nos fuimos hasta el fondo donde iban muy pocos pasajeros y, atropelladamente nos contamos en voz baja todo lo que pudimos sobre nuestras vidas por los recientes sucesos en las escasas cuadras que viajamos juntos, pues Rafa se bajaba por ahí por Compañía con Esperanza, o sea no estuvimos juntos más que el trayecto de unas siete cuadras pero esa conversación fue inolvidable para mí.
La mañana del Once, Rafa y yo habíamos estado en el mismo lugar sin saberlo, ambos por instrucciones de nuestros diferentes partidos, para defender el Gobierno Popular. Escuchamos por los altoparlantes de la Universidad Técnica del Estado, la emisión de Radio Magallanes que tocaba música de los Quila y Víctor Jara para dar confianza a los que estábamos con el gobierno, el último discurso del Presidente Allende con sus vibrantes palabras, fue la nota grave en esa mañana gris, vivimos el nerviosismo de la expectativa por los acontecimientos que se nos venían encima; desde dentro del campus se veía cómo los militares tomaban posiciones con sus nidos de ametralladoras frente a nosotros pero nada denotaba lo que realmente iba a suceder.
El contacto de mi partido al que esperábamos cuatro militantes citados allí para hacer lo que fuera necesario, llegó a las doce del mediodía como se había convenido. Nos vió y con una seña de su cabeza, nos hizo seguirlo a un lugar con menos gente pues el patio del campus estaba lleno de chiquillos y chiquillas que no parecían concientes de la gravedad de la situación, más bien, reinaba el ambiente de una pacífica toma universitaria más, nos habló parco y breve, lo habíamos esperado bastante rato y el mensaje fue tan lacónico, «váyanse, cada uno o a su casa, no hay nada que hacer, llámenme esta noche a este número y ahí les diré qué hacer».
Sin añadir más nos fuimos de la UTE, cuando íbamos cruzando la avenida Las Sophoras al costado poniente del campus, sentimos el ruido de un avión de guerra, miramos el cielo pues parecía como en los ensayos de la parada militar, venía del norte en picada hacia el centro de Santiago, la explosión de las bombas nos arrancó toda palabra. Había comenzado el bombardeo de La Moneda. Empezó a lloviznar mientras cruzábamos la calle a la salida de la UTE y frente al block 17 de la Villa Portales, frente al campus, nos separamos con mis camaradas y nunca más supe de ellos, teníamos que apurarnos pues había salido un bando militar que prohibía transitar después de la una so pena de ser tomado prisionero. Atrás quedaba la UTE, con su chiquillería indefensa e inofensiva ya totalmente rodeada por militares listos para el combate.
Rafa era uno de tantos de esos jóvenes que se quedaron dentro de la UTE esa mañana sin que nadie los sacara de ahí. El me contó que cuando empezó el cañoneo, pasada la una de la tarde, de la Casa Central de la Universidad Técnica, el terror de ellos como de todos los que lo escuchábamos desde la Villa, fue inmenso pues mayoritariamente, se trataba de muchachas universitarias y eran muy pocos hombres.
El grupo en que estaba Rafa, al parecer bastante numeroso, empezó a huir de sala en sala dentro de la Casa Central; el campus es muy grande y los militares disparaban desde la calle, así que fueron cambiando de refugio sin ser descubiertos hasta la noche en que lograron pasarse a la Escuela de Artes y Oficios y allí siguieron escondiéndose por salas y laboratorios. Rafa me contó que lo increíble ocurrió en algún momento en que cerca de las diez de la noche una patrulla militar que cuidaba el alto muro que separa al campus de la avenida Sur los descubrió y, compadecidos de tanta chiquillería aterrada e inofensiva, y para su sorpresa, los soldados conscriptos, en vez de hacerlos prisioneros, los tranquilizaron y sigilosamente, al amparo de esos inesperados bienhechores de uniforme, el grupo de Rafa, cruzó la oscura avenida en pequeños grupos a breves intervalos y lograron encontrar refugio en muchos departamentos de los bloques de la Villa Portales, al otro lado de la calle, posiblemente la más ancha que hayan cruzado nunca hacia la salvación. Rafa que no parecía religioso, me lo definió como un verdadero milagro. Eso también creo yo ahora que lo pienso con calma tras todos estos años, incluso me pregunto si habrán sido de carne y hueso esos anónimos soldados que salvaron a tantos indefensos que nada malo habían hecho. El caso es que por esa intervención solidaria casi milagrosa, pero no del todo imposible, es que nos habíamos vuelto a encontrar con Rafa en un momento de tanta oscuridad y dolor para nosotros. Rafa me contó finalmente que estaba al menos contento de que no le hubieran hecho nada después del golpe y que al parecer, le permitirían seguir sus estudios en la Universidad Técnica cuando ésta reabriera. Rafa estaba a punto de recibirse de profesor de Castellano, y así podría ayudar a sus padres que ya eran mayores y sin grandes ingresos. Con esta visión de un futuro algo más promisorio, llegamos cerca de la esquina en que debía bajarse y nos despedimos calurosamente deseándonos suerte de esa manera tan entrañable en que uno por esos días se despedía de sus amigos reencontrados.
Dos años después, de nuevo en primavera, al ir llegando a casa de mis padres, de visita, me encontré con Pancho, nuestro antiguo vecino de infancia. Iba acompañando a la hija de los arrendatarios a pagar el arriendo de la casa de mis padres en la calle Alcérreca, nuestro viejo barrio. Ella era una linda chica y la conversa al encontrarnos los tres iba por esos derroteros semi formales y semi embarazosos de cuando uno se encuentra a una pareja que no es pero parece que fuera y uno se da cuenta de que tres son demasiados. A falta de temas para seguir la charla, me acordé de nuestro común amigo Rafa y contento por la posibilidad de saber de él a quien imaginé en esas visiones instantáneas que no tienen mayor proceso, ya titulado, todo un maestro, regresando a su casa a la hora de almuerzo, saludando a sus viejos que lo esperaban a la mesa escuchando las noticias en la radio, orgullosos de su hijo profesional, sencillo, optimista y feliz como siempre, y, con el saborcito encantador de esa escena, contento de antemano por saber noticias frescas, les pregunté por él. Pancho se complicó e incómodo miró a la chica con aire un poco incrédulo y me dijo, como si me fuera a contar algo escandaloso, «¿que no sabís lo que le pasó al Rafa?» Negué con la cabeza sorprendido; sin pausa ni pena sino, como abochornado de tener que contar algo impropio, agregó, «después del once lo fueron a buscar una noche a su casa y lo mataron de un balazo en la cabeza, a la vuelta de la esquina. No se sabe quiénes fueron…»
Rafa siguió siendo asesinado en mi imaginación de mil maneras distintas en la esquina ,a la vuelta de nuestras casas en esa noche anónima de mil novecientos setenta y tres, durante todos los años que me separaron del instante de esa brutal revelación. En él se encarnaron todos mis muertos, los muertos de nuestra tragedia colectiva. Lo lloré de muchas maneras y sentí el desconsuelo de estar sólo ante la pena por su muerte. Sólo este año, en Enero del 2003, me enteré del resto de la verdad. Decidí narrar la historia de Rafa para el colectivo «Las Historias que podemos contar» y a fin de estar seguro de algunos datos como su segundo apellido y cosas que el paso del tiempo hubiera podido velar, volví a mi viejo barrio de la calle Alcérreca en Quinta Normal, Santiago. Iba con el temor de que ya no quedara nadie de la familia de Rafa, es que no había vuelto al barrio desde fines de los ochenta, cuando la nostalgia me llevó a él, y en un arresto de valor me hizo pasar saludar a los padres de Rafa para darles mi tardía solidaridad.
Esta vez fue una visita diferente. Después de mucho rato de golpear la puerta, que por primera vez en mi vida veía cerrada, cuando ya pensé que nadie abriría, apareció el rostro querido de la señora Luzmira Gálvez, la Madre de Rafa, algo envejecido, pero con su bondad de siempre. Con mucho tiento, le fui revelando el motivo de mi visita, temía causarle dolor, pero ella en su entereza, se alegró de saber que alguien quería relatar algo sobre Rafa en vida, no mencionarlo sólo como un nombre de tantos en la lista de los ejecutados políticos, sino contar algo de cómo era su amado hijo.
Yo estaba conmovido con su relato de cómo se enteraron de la muerte de Rafa, de su búsqueda del cadáver y de cómo lo reconoció apenas en la morgue pues las balas de guerra le habían desfigurado por completo el rostro, un diente que le había salido fuera de posición fue la pista más notoria para reconocerlo, yo sólo quería irme a algún rincón solitario para llorar pero ella estaba tan entera que me quedé allí y, tratando de recuperarme de la emoción. Empecé entonces a preguntarle al estilo de un reportero por los datos concretos de Rafa de los que yo no estaba seguro, a ella y a Queco, el hijo menor y ahora único, que llegó cuando servían el almuerzo.
Después de actualizar nuestras respectivas vidas con Queco, en la sobremesa, mientras íbamos revisando los datos de Rafa que irían en mi relato, al llegar al punto de la circunstancia de su ejecución que yo daba por ocurrida en la esquina, Sergio me corrigió como apenado y sorprendido de que yo supiera esa versión. Esa, era la voz que habían hecho correr en el barrio los que aplaudían el golpe, cuando pasó el tiempo y Rafa no volvía a su casa. Los hechos eran muy distintos, sólo que el resultado era el mismo.
Cuando Rafa supo que no sólo no le permitirían terminar sus estudios, sino que podían además detenerlo por su cargo en el centro de a, y por ser miembro de la Juventud Socialista, decidió esconderse en la casa de una tía, cerca de allí, en la misma Quinta Normal; se comunicaba con sus padres por teléfono pues pensaba que así no los ponía a ellos en riesgo. Y, como la casa de su tía era suficientemente grande, alojaron también allí a otro muchacho cuyas circunstancias eran parecidas a las de Rafa. Pasaron algunos días en el que creían un buen refugio hasta que todo cambió en un atardecer en que el ensordecedor ruido de un helicóptero que se detuvo en el cielo a poca altura, y las carreras de los militares que allanaban los hizo prisioneros sin posibilidad de resistir, o escaparse. El vecino de la tía de Rafa que los denunció, salió incluso a ver cómo se los llevaban.
Lo militares rápidamente los subieron a la parte trasera de un camión, los arrojaron al piso y les vendaron los ojos y les amarraron las manos por detrás de la espalda y así boca abajo, apretados entre muchos otros prisioneros, a los que ellos no pudieron distinguir, entre los barquinazos del pesado vehículo, viajaron un buen rato sin saber a dónde los llevaban ni por qué.
Ya era de noche por completo cuando el camión se detuvo a la orilla del camino, a los prisioneros los hicieron bajar del camión y una vez todos en tierra, los militares empezaron a arrearlos a culatazos y empujones, cegados, a tropezones, internándose por un lugar que parecía campo. Sentían el aroma de los árboles y el canto de los grillos, aparte de eso, un gran silencio. Después de un buen trecho de caminata, les dieron la voz de alto. A partir de entonces lo único que escucharon fueron las ráfagas de fusilería que los acribillaban por la espalda. Los militares remataron pausadamente a los caídos y ya convencidos de que todos habían muerto, se fueron sin saber que no terminaron del todo su tarea.
El muchacho que se había refugiado con Rafa en casa de su tía, sobrevivió a la matanza con un muslo destrozado por las balas de guerra, al volver a la conciencia, sólo entre sus mudos acompañantes, pasados los primeros momentos del dolor que le quitaba la respiración, tratando de sobreponerse al lógico terror, se sacó la venda, no era mucho lo que su visión nublada por el shock le permitía distinguir entre la oscuridad pero sí lo suficiente para darse cuenta de que todos estaban inmóviles caídos como bolsos de viaje que se tiran al suelo para desprenderse de un peso molesto; se arrastró hasta llegar al lado de Rafa que estaba muy cerca de él, nuestro amigo estaba también boca abajo, parecía dormido o aturdido
El sobreviviente mal herido y tembloroso, lo sacudió tironeando su camisa, le habló en susurros casi al oído por si volvían los militares a rematarlos, «compadre, compadre…» Rafa no contestaba y el muchacho logró voltearlo y dejarlo cara arriba; los ojos de Rafa ya no miraban a nadie; un tiro le había traspasado el cráneo y salido por el costado de la frente; cerca de un ojo. Parecía dormir pero ya nunca despertaría.
El único sobreviviente de esta masacre, se arrastró hasta llegar al camino por donde vinieron, pasó la noche tirado allí y al amanecer, vio venir una camioneta, hizo señas y allí comenzó su salvación. Después de largos años en el exilio, retornó al país y buscó a la familia de Rafa para darles su testimonio de lo que sucedió con su hijo y hermano.
Rafa querido, viejo chico, capitán de nuestro equipo, bachiller en fútbol, noble camarada, compañero de sueños truncos, descansa en paz.
Testimonio de Jaime Castro Santoro.